La Libertad Sindical es un derecho fundamental. Definitivamente asumido por el sistema de derechos a escala global, ya nadie pone en duda que integra el contenido mínimo del estado democrático y social de derecho.
Es derecho fundamental, ya que se fue incorporando a la legislación universal como conjunto de consensos básicos compartidos y asimilados por una amplia mayoría de países; pero lo es, principalmente, porque en la formación social del capitalismo, que estructuralmente condiciona y somete a la clase trabajadora, la libertad negada, materialmente, al trabajador, se devuelve, al menos formalmente, como libertad colectiva.
Ese desarrollo a nivel internacional, sin embargo, no fue más que el reflejo de un fenómeno irrefrenable: la organización y acción de la clase trabajadora como garantía insustituible frente a un sistema económico hostil, y a un Estado que conforma y reproduce la explotación.
Fueron necesarias décadas de lucha y ejercicio de la autotutela para lograr el reconocimiento del sujeto sindical en una doble vertiente: como espacio democrático de expresión de los trabajadores, y como interlocutor genuino de los intereses materiales, pero también políticos, de la clase trabajadora.
Conseguida y concebida por los trabadores, la libertad sindical fue gestando sus propios contornos y estableciendo sus propios instrumentos de acción. Si bien su reconocimiento como derecho fundamental incluyó las garantías jurídicas para su protección, fue sólo a través de la organización y acción colectiva de los trabajadores que se validó como medio tendiente a un fin: dotar al sindicato de un contrapoder que permita forzar una mejora en las condiciones de vida de sus miembros – en el plano inmediato – y discutir poder social – en el plano mediato -.
Dicha condición instrumental de la libertad sindical, por un lado, sirve para no convertirla en un tótem que exige adoradores ciegos; y por otro, para obligarla a rendir cuentas, regularmente, sobre su grado de eficacia.
En esa línea es que la libertad sindical interroga a los medios de acción y los modos de organización de la fuerza sindical, en cada tiempo histórico, sobre su efectividad en tanto herramientas prácticas de la clase.
En este marco, cabe preguntarnos que indicios nos ofrece nuestra realidad sobre la vigencia de este derecho en nuestro país, y si tal situación posee alguna vinculación con el actual esquema de distribución de la riqueza imperante en la Argentina.
Responderse a esta pregunta cobra mayor urgencia en la actualidad, puesto que la negociación colectiva ha vuelto a ser instalada como herramienta de discusión salarial por excelencia.
En dicho contexto, debemos adelantar que la falta de libertad sindical ha contribuido, junto con otros factores, al retroceso salarial experimentado por la clase trabajadora argentina en los últimos años, y opera como un freno en la disputa sobre la distribución de la riqueza socialmente generada en el marco de la reactivación económica experimentada a partir del año 2003.
Por un lado, la legislación de nuestro país determina que sólo una pequeña proporción de la clase trabajadora participe, al menos formalmente, en la negociación colectiva. En efecto, los trabajadores no registrados, que superan el 40% del total de los asalariados, tienen vedada esta posibilidad.
Por otra parte, el sistema de personería gremial vigente impide que la mitad de las organizaciones sindicales constituidas por los trabajadores (1407 de un total de 2826 sindicatos) puedan recurrir a estar herramienta de lucha por mejores condiciones salariales.
De esta manera, el otorgamiento de la potestad jurídica de negociar colectivamente las condiciones de trabajo se convirtió en una imposición legal, sin considerar la posibilidad de que los trabajadores vayan conformando nuevas herramientas en su lucha salarial, violentando de esta manera su libertad sindical.
El corolario de este proceso, y de la negación jurídica de la libertad sindical, fue un progresivo retiro de la representación sindical directa en la empresa: en la actualidad poco más del 12% de las empresas tienen delegados sindicales, y esta proporción se eleva tan sólo al 52% en las empresas de más de 200 trabajadores.
No cabe duda alguna, entonces, que el conjunto de trabajadores que participan activamente en la negociación colectiva es extremadamente limitado, independientemente del alcance formal de la cobertura de los convenios colectivos. Este fenómeno es perfectamente compatible con el progresivo desmantelamiento de las estructuras sindicales reales y la imposición de obstáculos normativos para la conformación de nuevas organizaciones de trabajadores, que ha coexistido con el período de mayor retracción salarial experimentado por la clase trabajadora argentina a lo largo de su historia.
De lo expuesto se derivan un conjunto de premisas:
· No existe ni un único método ni una única forma de organización sindical, ya que ellos son definidos en cada momento histórico por los propios trabajadores.
· El poder del sindicato radica en su capacidad de acción, y para ello requiere la participación plena y efectiva de cada trabajador. Por ende, sólo una construcción colectiva permanente evita el anquilosamiento de estructuras formales, aunque normativamente reconocidas.
· Así como el poder del sindicato se expresa por la participación de sus miembros, la representación institucional sólo puede concebirse y medirse, palmo a palmo, en dicha virtud.
Lo anterior nos coloca en una trampa habitual, a la que el sistema político contribuye: que el sistema legal de representación sindical limite o condicione los términos en que se expresa la libertad sindical.
Por lo pronto ello configura una matriz que, necesariamente, congela los canales, naturalmente variables y mutables, de la acción y organización sindical. Las formas organizativas, por ello, se van conformando a la imagen y semejanza de lo que el sistema legal ha dispuesto. No obstante, nada de ello sería objetable, en la línea discursiva adoptada, si no lesionara la eficacia exigida a la libertad sindical, para que la sigamos erigiendo como garantía de libertad material.
De esta manera, las garantías de efectividad del sujeto sindical en concreto, y no de la libertad sindical en abstracto, serán las siguientes:
· La acción sindical es, primera y centralmente, acción en el lugar de trabajo, lo que exige fórmulas democráticas de participación, de organización y de representación del colectivo y, a la vez, de garantías suficientes para evitar las acciones antisindicales de los empleadores.
· La representatividad se construye a partir del colectivo en acción, de manera de seleccionar los mejores cuadros y las mejores fórmulas de organización desde los propios trabajadores, con prescindencia de la intervención de otros sujetos, sean estos los empleadores o el Estado.
· La conformación de la estructura sindical no debe descontextuarse de la forma real y concreta que, en cada momento histórico y según las condiciones político-sociales, el sujeto colectivo expresa, debiendo descartar, en tanto falso dogma, la existencia de posicionamientos a priori.
· Sólo la acción organizativa de carácter colectivo puede dar sus propias respuestas y, para ello, deberá expresarse con adecuados márgenes de libertad.
Organizaciones sindicales, “libres y democráticas” serán, entonces, garantía de construcción de poder y, por ello, de eficacia en la acción.
José Rigane - Secretario de la Organización de la CTA
(La opinión de los columnistas no siempre coincide con el pensamiento de la Dirección General).